13/3/10

NO QUIERO TRABAJAR NUNCA MAS!



El derecho al trabajo no tiene oposición. Hay por supuesto un rechazo general a ciertas formas de explotación laboral: el trabajo esclavo, el trabajo infantil, etc. Pero nadie se opone a que la gente trabaje. Pobres y ricos, creyentes y laicos, militantes de derecha e izquierda, todos concuerdan en las virtudes del trabajo. No dudan en asociarlo a la dignidad, en sintetizar la nobleza de alguien diciendo “es un muchacho trabajador”. Lo presentan como la herramienta que permite construir un futuro individual y colectivo mucho mejor.

Y sin embargo, han existido también intentos de trazar sistemas coherentes de pensamiento que sí cuestionen su obligatoriedad y legitimidad. No se trata de ejercicios intelectuales a favor de una sociedad del ocio (como los de Theodor Adorno o Bertrand Russell) o de bromas poco rebuscadas, como“La guitarra” de Los Auténticos Decadentes (“porque yo: no quiero trabajar...”) o el “trabajás, te cansás, ¿qué ganás?”, frase que hizo célebre a Fatiga, personaje interpretado por José Marrone en La barra de la esquina (1950) y por Juan Carlos Altavista en Los muchachos de mi barrio(1970). Se trata de personas o grupos de personas que creen ―o dicen creer― no sólo que una sociedad sin trabajo es posible, sino inevitable.

Es una tradición silenciosa que involucra a tempranos socialistas y anarquistas, a herejes medievales y revolucionarios de la era cibernética. Está en las antípodas de Los trabajos y los días del poeta Hesíodo, que vivió entre los siglos VIII y VII a.C., donde el trabajo era tanto castigo divino como medio de dignificación, y de todas las lecciones bíblicas que parece haber inspirado, comenzando por el Génesis 3,19: “Con el sudor de tu frente...”. De los mundos utópicos del Renacimiento (La ciudad del solde Tomasso Campanella, Utopía de Tomas Moro, Nueva Atlántida de Francis Bacon), donde el trabajo era una obligación generalizada, y de la literatura socialista de los últimos doscientos años. Del artículo 23 inciso 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho al trabajo...”, y de todas las leyes y declaraciones de tono similar que se remontan hasta Édit su l’abolition des jurandes, obra de 1776 de Turgot: “El derecho a trabajar [es] la propiedad de todo hombre, y esta propiedad es la primera, la más sagrada y la más imprescriptible de todas”. Del fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando decía que la vida del cristiano implica “santificar la profesión, santificar en la profesión, santificar con la profesión”, y de “Right to work”, canción de 1977 del grupo punk británico Chelsea: “Ni siquiera sé qué me espera mañana/ Pero dejame decirte que no tener futuro es una cosa terrible/ Dar vueltas y esperar un trabajo/ Tenemos el derecho al trabajo”.

Esta tradición silenciosa es apenas comprensible en un mundo fundado en el ideal de más y mejores empleos. Sin embargo, existe.

Es la tradición de todos aquellos que han bregado por el derecho a no trabajar.

Cuando el punk explotó a fines de los 70, el Reino Unido pagaba los platos rotos de la crisis del petróleo: inflación, devaluación, desempleo. Hay montones de canciones grabadas en esos años que hablan sobre estar desempleado, y desde entonces no hubo reseña sobre el punk que evadiera la moraleja bíblica y socialista: sin trabajo no hay futuro. En 1977 los Sex Pistols lanzaron su simple “Pretty vacant”, cuyo estribillo decía: “Estamos bien desocupados y no nos importa”. Greil Marcus escribió en Rastros de carmín: “En ‘Pretty vacant’ los Sex Pistols reclamaban el derecho a no trabajar, y el derecho a ignorar todos los valores que eso implicaba: perseverancia, ambición, piedad, frugalidad, honestidad y esperanza, el pasado que Dios había inventado para que pagáramos por él, el futuro que habría de construirse por medio del trabajo”. No es casualidad. El manager de Sex Pistols, Malcom McLaren, diseñaba ropa con inscripciones del Mayo Francés (“No trabajes nunca”; “Mirá tu trabajo, la nada y la tortura participan en él”; “No cambiemos de empleadores, cambiemos el empleo de la vida”; “No liquiden a los inertes”) y había ayudado a publicar Leaving the 20th century de Christopher Gray, la primera antología en inglés de textos situacionistas.

Liderados por el ensayista y cineasta francés Guy Debord, los situacionistas ―que escribían en los 50 y los 60― creían que la sociedad había alcanzado por fin la abundancia material. La tecnología cumpliría la profecía de la sociedad del ocio de tantas utopías socialistas y tantas historias de ciencia ficción. Tal como había dicho un personaje de R.U.R., obra de teatro de 1920 del dramaturgo checo Karel Çapek: “Todo lo harán máquinas vivientes. Los robots nos vestirán y nos alimentarán. Los robots fabricarán ladrillo y construirán edificios para nosotros. Los robots llevarán nuestras cuentas y barrerán nuestras escaleras. No habrá empleo, pero todo el mundo estará libre de preocupación, y liberado de la degradación del trabajo manual. Todos vivirán sólo para perfeccionarse”.

Era el sueño de Los Supersónicos y del joven Karl Marx, y en los 50 parecía a punto caramelo: muy pronto cada hombre sería su propio artista. Pero algo había salido mal. Luego de conquistar la materia, el capitalismo se lanzó a conquistar el alma. El ocio fue reemplazado por el entretenimiento. Cualquier actividad, en el trabajo o fuera de él, estaba condenada a ser asimilada, convertida en mercancía y devuelta al mercado: el reinado del trabajo abstracto.

El derecho a la pereza de Paul Lafargue se publicó en 1880 como panfleto y en 1883 como libro. Afirmaba: “Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras en las naciones donde reina la civilización capitalista; una locura que no es sino el resultado de las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo”. Es un libro incómodo en la literatura socialista. Hoy se lo tilda de “gracioso” y durante décadas no se lo incluyó en ningún catálogo marxista. Lafargue se mofaba de los valores tradicionales del partido obrero, anunciaba el advenimiento de las máquinas y reclamaba más ocio y más goce.

Pero no se trataba de un humorista ni un advenedizo, por eso fue tan difícil de asimilar. Lafargue tuvo un importante papel en la Comuna de París, fue secretario de la Primera Internacional y miembro fundador de sus secciones francesa, española y portuguesa, dirigente de la Segunda Internacional y uno de los fundadores del Partido Obrero Francés. Y encima su esposa era Laura Marx, la hija menor de Karl Marx. No podía sencillamente echárselo del movimiento por hereje.

El tipo estaba hablando en serio.

R.U.R. Los robots que, en el futuro, harán el trabajo por nosotros.

En 1957 se publicó En pos del milenio del historiador británico Norman Cohn, libro ya clásico sobre los grupos anarco-comunistas gnósticos y milenaristas de la Alta Edad Media. Las utopías socialistas decimonónicas y todas las revoluciones del siglo XX ―argumentó Cohn― se hunden en la Edad Media. En ese tiempo emergían profetas que reelaboraban diversos materiales (el Libro de Daniel, El Libro de la Revelación, los Oráculos sibilinos, las profecías de Joaquín de Fiore, la doctrina del Estado de Naturaleza Igualitario) y siempre llegaban a la misma conclusión: los pobres se han ganado la gracia divina por ser pobres y deben tomar del mundo todo lo que quieran.

Los profetas más radicales pertenecieron a la Hermandad del Espíritu Libre, en los siglos XI y XII, cercanos a las herejías cátara, joaquinista y valdense. Se consideraban dioses vivientes, no obedecían ninguna ley o mandato. Todo lo creado les pertenecía y podían tomarlo; jamás trabajaban, pues el trabajo era una falsedad, la ignorancia, el infierno: trabajar significaba pecar contra su esencia perfecta. Eso justificaba mentir, robar, estafar o matar. “Sería mucho mejor ―admitió un adepto del Espíritu Libre frente a su inquisidor― que el mundo fuera destruido y pereciera totalmente a que un ‘hombre libre’ se abstuviera de un acto que le pida su naturaleza”. Nadie sabe cuándo desaparecieron, pero sus ideas estaban presentes entre los Ranters, una secta que convivió con Diggers y Levellers durante la Guerra Civil Inglesa de mediados del siglo XVII. La herejía gnóstica se mantuvo: trabajar significaba pecar.

En los textos cristianos de la Edad Media es recurrente la idea de un estado igualitario perdido, una Edad de Oro ―como escribió Ovidio en La metamorfosis― donde “la misma tierra, sin ser molestada ni tocada por la azada, sin ser herida por ninguna reja de arado, producía todas las cosas gratuitamente”. El estado natural igualitario expresaba la intención divina; lo que había (desigualdad, esclavitud, propiedad privada) era producto del pecado original. Aunque no muchos tenían deseos de restaurar la Edad de Oro, hubo sí intentos por volver al tipo de vida apostólico de los primeros cristianos: las órdenes mendicantes, que pronto regresaron a los monasterios y se olvidaron del asunto.

Ni siquiera las sectas heréticas practicaron el ideal igualitario. Quienes lo intentaron sólo se dedicaron a robar y matar y follar y celebrar grandes banquetes (como los husitas en la Bohemia del siglo XV). Ninguno explicó cómo vivirían sin trabajar. Pero aún así nació un mito escatológico: la idea de que la Edad de Oro no era sólo un recuerdo del pasado sino un evento del futuro inmediato.

Es posible que haya empezado hacia 1380 en las ciudades de Flandes y del norte de Francia, o en los levantamientos de campesinos ingleses de 1381 y en las revueltas asociadas a John Ball. Todas tenían, y tuvieron hasta después de la Revolución Industrial, un rasgo en común: en la sociedad ideal del pasado nadie trabajaba, pero en las sociedades ideales del futuro todos trabajarían por igual. Fue recién con la superación de las utopías decimonónicas (como las de Saint-Simon o Comte) y con la consolidación de la industria del siglo XX que el círculo se cerró: la tecnología permitió imaginar sociedades del futuro que serían como las del pasado dorado. Sociedades donde, gracias a las máquinas, nadie trabajaría.

Herejes gnósticos. Ranters, a mediados del siglo XVII.

En la actualidad hay varias agrupaciones elaborando teorías contra el trabajo. Son pequeños grupos agazapados tras un sitio de Internet, un manifiesto y nombres como Toxina, Veneno, Virus, Kaos, cosas así. Los artistas de vanguardia los miran como a nobles salvajes y la izquierda los trata como a los primos bobos de la familia. El resto los ignora.

En su Manifiesto contra el trabajo de 1999, el Grupo Krisis, de Alemania, plantea: “Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los poderes del planeta se han unido para la defensa de este dominio: el Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, los sindicatos y los empresarios, los ecologistas alemanes y los socialistas franceses. Todos conocen una única consigna: ¡trabajo, trabajo, trabajo!”.

En el siglo XXI la tecnología volverá inútil la mano de obra humana ―explican en Krisis―, pero liberales y anti-liberales continúan legitimando una sociedad fundada en el trabajo. Durante siglos las personas supieron que el trabajo era una forma de coerción social; “trabajo” viene del latín trĭpaliare, ‘torturar’, derivado de trĭpalĭum, un aparato de tortura formado por tres palos cruzados. Pero la generalización del trabajo estuvo acompañada por su cosificación, y el trĭpalĭum se volvió parte de la vida cotidiana. Los movimientos obreros ―sigue este manifiesto― aceptaron la explotación, sólo quisieron volverla más decorosa, y completaron así el proyecto del absolutismo, el protestantismo y la burguesía. Hoy es imposible imaginarse la vida sin trabajo. Y en lugar de criticarlo se lo eleva al rango de derecho humano.

Las demandas de abolición del trabajo suenan siempre extrañas. Más todavía cuando se las traspone con cualquier forma de buena conciencia teórica, sea con Jeremy Rifkin en El fin del trabajo o John Holloway enCambiar el mundo sin tomar el poder. Quizás el mejor ejemplo sea el activista norteamericano Bob Black, autor del ensayo La abolición del trabajo de 1986.

“Nadie debería trabajar nunca. El trabajo es la fuente de casi todo el sufrimiento del mundo. Casi cualquier mal que se quiera nombrar viene de trabajar o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar”.

Los anarquistas y los marxistas ―explica Black― son particularmente conservadores con el trabajo porque no creen en nada más; los sindicalistas están de acuerdo en vender el tiempo de vida y sólo regatean el precio. “Los liberales dicen que deberíamos terminar con la discriminación en el empleo. Yo digo que deberíamos terminar con el empleo. Los conservadores apoyan las leyes sobre el derecho a trabajar. Siguiendo a Paul Lafargue, yo apoyo el derecho a la pereza. Los izquierdistas están a favor del pleno empleo. Como los surrealistas ―sólo que no estoy bromeando― yo estoy a favor del pleno desempleo. Los trotskistas incitan a la revolución permanente. Yo incito a la rebeldía permanente”.

La definición mínima de empleo ―dice Black― es tarea forzada y producción obligatoria. Nunca se hace por interés sino para obtener algo a cambio. El trabajo es lo contrario al juego, que es siempre voluntario. Uno obtiene algo del juego, por eso juega; pero la experiencia es más poderosa que el beneficio. “Quizás te preguntes si bromeo o hablo en serio. Bromeo y hablo en serio. Me gustaría que la vida fuese un juego, pero un juego con apuestas altas”.

Es difícil seguirlo porque no bromea ni habla en serio. No es Fatiga ni es Lafargue. No se lo puede sentar a discutir con Rifkin ni con Holloway. Está, sencillamente, fuera de los márgenes de cualquier posible discusión. “Nadie puede decir qué resultaría de la liberación del poder creativo embrutecido por el trabajo. Cualquier cosa puede ocurrir. La vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no, como es ahora, un juego de suma cero. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos obtener más de la vida que lo que ponemos en ella; pero sólo si jugamos en serio”.

Y termina: “Nadie debería trabajar nunca. Trabajadores del mundo... ¡relájense!”.

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